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EL MESTIZO. poesía, opinión; sociología grotesca

La gran falsedad de la nación (Ángel Garcés Sanagustín)

Fuente: www.andalan.es 

 

 

Los nacionales se enfadaron con Rodríguez Zapatero porque osó decir que la nación era un concepto discutido y discutible. Estoy en desacuerdo con ambos. La nación es, por definición, un concepto engañoso y reaccionario. Lo inventó Bodino a finales del Siglo XVI, cuando intentó apuntalar el poder absoluto de los monarcas franceses. Para él, la nación era una unidad social que compartía derecho, idioma y costumbres. Con este concepto intentaba, a la vez, superar los enfrentamientos religiosos entre hugonotes y católicos y aniquilar los últimos vestigios del feudalismo. Dado que la cohesión de la nación radicaba en la existencia de un soberano común, nace como un concepto auxiliar al de soberanía. Por ello, no nos debe extrañar que, con los siglos, surgiera esa otra gran falacia que es la soberanía nacional.

Resulta sorprendente que la historiografía españolista sitúe el nacimiento de la nación española en la época de los reyes católicos, un siglo antes de que naciera el concepto de nación y varios siglos antes de que cristalizara el de España, a tenor de cómo se hacían llamar los propios monarcas. Más sorprendente resulta que la “nación más vieja de Europa” no haya encontrado nunca su estructura ideal y definitiva de Estado.

Dicho esto, aún me parece más peregrina la idea de la “nación aragonesa”, anclada en un ilusorio medioevo, época en el que los territorios y sus vasallos se transmitían conforme a negocios jurídico-privados de los monarcas, como las capitulaciones matrimoniales o los testamentos.

Mas la historia y el derecho se construyen con materiales dúctiles. Y las normas y los hechos históricos son como las armas, depende de quien las empuña. Ya dijo José Bergamín: “Si yo fuera un objeto, sería objetivo; como soy un sujeto, soy subjetivo”.

Detrás del romanticismo decimonónico, que iba a minar los cimientos del liberalismo democrático, y de las últimas guerras europeas podemos encontrar ideas nacionalistas, defendidas, en algunos casos, por fervorosos nacionanistas. Pensemos en la década de los noventa y, en concreto, en la última guerra de los Balcanes, ahí donde se preconizó la inocencia del verdugo, de los chetniks que intentaron construir la gran Serbia. Aunque la misma inocencia se podía predicar de aquellos croatas que triunfaron al abrigo del expansionismo alemán. Siempre me he preguntado qué papel hubiéramos desempeñado los aragoneses si la guerra se hubiese desarrollado en la península ibérica. Quizá hubiéramos asumido el rol de los montenegrinos, fieles aliados de Serbia (la Castilla balcánica) hasta el final, cuando hubiéramos decidirnos emanciparnos al socaire de la disipación de las últimas entelequias.

Aunque pensándolo bien, mientras en los Balcanes se mataban a golpe de obuses, en la región africana de las mil colinas dirimían sus diferencias a machetazos, porque, para su desgracia, seguían anclados en disputas entre etnias o tribus, conceptos previos al de nación.

Los nacionalismos peninsulares e insulares, centrífugos y centrípetos, compiten en la evocación permanente de las afrentas, reales o imaginarias, sufridas. Algunas derrotas crean señas de identidad más profundas que las victorias. Por ello, determinadas fiestas autonómicas (la diada, Villalar de los Comuneros, la pérdida del referéndum andaluz por la autonomía plena) reflejan amargas derrotas propias o amargas victorias del enemigo. Sin embargo, en el caso de Aragón festejamos las proezas imaginarias de un santo mártir, tal vez porque es la única gran victoria real que podemos celebrar, la de un espectro contra un dragón. Y así no molestamos a nadie, ni fuera ni dentro de Aragón.

Ni dios, ni patria, ni rey, ni leyes viejas. En resumen, a la m….. con la nación.

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