RAFAEL ROJO LIBANÉS, VIII
Quien piense que escribe,
que piense antes,
o que se compre un revolver
del calibre 45
Tenía un amigo solitario.
Vivía en una gran ciudad.
Se sentaba las mañanas de invierno.
Vegetaba en primavera.
Tenía alergia, opinaba,
del amor que la sangre altera.
En verano bebía cerveza,
sencillo,
refresca.
Como refrescan,
los refrescos.
Tenía en su perro un buen compañero,
aunque murió a los meses.
Y al mes siguiente llegó el otoño.
Y guardó cama
como la hoja caduca,
que cae en bosques infectos.
Tenía un amigo solitario.
Paseaba como las ánimas,
en sueños de carnaval.
Tenía también,
una pluma;
se estropeó y no pinta.
Tenía pincel, ¿pintura?,
no, no usaba.
Gustaba de la emoción de un paquete de chester.
Compraba a la medianoche,
cuando las tierras andan cerradas.
Tenía una pipa que heredó de su abuelo.
Y un libro, que mangó de galerías.
Decía que estaba en blanco.
Bien mirado, era un cuaderno.
Estaba en blanco.
Escribía con su pluma,
inexistente.
En él pintaba imágenes con su pincel sin pintura.
Escuchaba discos de un cantautor,
famoso,
que nunca grabó un disco,
aunque cantaba,
eso sí,
los días que van,
entre los pares y los impares.
Tenía un amigo solitario.
Comía y empapaba el unto de;
la sombra.
Pensaba en abstracto,
diluido en café con leche.
Agonizaba en sus penurias.
Encogido estaba en catre apolíneo.
Odiaba la sangre,
por ser curso,
camino impertérrito,
de la segunda declinación,
latina,
en la cual las rosas,
no hayan lugar.
Vivía mi amigo,
sólo,
con su ambiguo mundo,
de porcelana.
cabe la posibilidad,
de encontrárselo, encerrado.
Consultaré su agenda.
Preguntaré al vecino.
Sonreiré a su madre muerta.
Entraré al iluso ámbito,
de su actuación postrera.
Quiero buscarlo.
Más pequeño es el mundo,
y lo meten en un pañuelo
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