roña
En Toledo hubo vino en abundancia, aquel día que chispeaba por la puerta de la Bisagra una especie de tormenta de polen abierto a la visión mágica del Hospital de Tavera.
Entresijos de posturas encorvadas de dos octogenarios, que hablaban alabanzas a la piedra que primaba recuerdos y ancestros. Y un pequeño que estiraba mi camisa pidiendo limosna, olvidado de asuntos y distancias. Me fijé en su cara luminosa, manchada de roña vigilante. Me ofendían mis colores tintos. Mientras ella aparcaba el coche yo creía descubrir el montículo casi sagrado recortado de Alcazar.
Un pequeño colgaba su mano de una madre abstraída en el paso de cebra, a a la sombra de la muralla.
Me sentí sentado en un diván de loquero y esperé sin prisa, sacando un cigarrillo para mí y dos bombones para el chaval de la roña.
Cuando ella llegó no le sorprendí con nada. La besé en la mejilla. Creí de veras que un águila bicéfala me entregaba entre sus garras como un poeta bastardo que no recuerda nada.
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