Los límites
La administración pública española, esa del “vuelva usted mañana”, similar a aquella que hacía subir y bajar pisos a Asterix y Obelix en un edificio oficial de Roma, ha evolucionado mucho en los últimos años. En las décadas democráticas que nos ha tocado vivir, se han aumentado los servicios, se ha progresado situando a España en Europa y, cómo no, al igual que en el resto del mundo de la postmodernidad, se ha vuelto todo complejo, excesivamente complejo. Es la sociedad de la intoxicación informativa, de la especialización en exceso.
Cuando todo parecería indicar que los límites debían desaparecer para lograr un mundo más abierto, más coordinado, más efectivo y participativo, nos ocurre que la complejidad nos convierte, de nuevo, en territorios llenos de límites, de fronteras. Así pues, la España de las autonomías crea estructuras un tanto irreales, que antes no existían pero que todos hemos dado por buenas. Y pese a alcanzar de ese modo un mayor estado de bienestar, no hemos sabido integrarnos en redes geográficas más sutiles, más interconectadas, más humanas.
A todos nos vienen a la mente historias pasadas y presentes de cómo los límites son simples “líneas” en un mapa. Recuerdo a mi abuelo, alcañizano y comerciante, que hacía tratos con Gandesa y con Morella, pues su unidad geográfica bajoaragonesa llegaba mucho más que los límites que una señora llamada Historia le había impuesto. O aquel pastelero famoso, que compra, hoy igual que ayer, las almendras en Mora de Ebro para hacer el turrón aragonés (y universal). Un amigo de Pina (provincia de Castellón) recordaba sus tiempos de estudiante en Rubielos de Mora. Otro amigo de Guadalaviar investigaba los casamientos en tierras lejanas y a la vez cercanas, donde bajaban con el ganado desde la sierra. O aquel catalán de pura cepa, de Batea (Tarragona), que me contaba que allí siempre se había cantado la jota, que nunca llego a entender cómo le subieron de no se sabe dónde un baile llamado Sardana. O el calaceitano y cretense, que veían lo más normal del mundo estudiar en las Cataluñas sin perder su identidad.
Los límites administrativos nos acaban limitando. Y, lejos de entender que el mundo debe ser abierto, y que los proyectos deben aglutinar a las gentes y hacer ciudadanía común, cada límite nos envuelve de nuevo en estructuras jerárquicas y nos hacen reinventarnos. A los bajoaragoneses que hayan nacido en esta última década les sonará a cuento chino eso de que ellos sean bajoaragoneses, pues unos serán del Matarraña, otros del Bajo Martín, otros de Caspe, otros del Maestrazgo…. Y con ello habremos inventado nuevos límites, nuevas fronteras. Y esas nuevas fronteras, con sus nuevos presidentes, con sus nuevos políticos, con sus nuevas competencias, se mirarán su gran ombligo y disputarán con el vecino, el que está detrás de esas líneas del mapa, “limitando” sus oportunidades y ahogándose en algunas de sus amenazas.
Los “terueles”, los “aragones” y las “españas” no se pueden construir en base a una limitación que perpetúe cargos y estructuras atrasadas. Existirán competencias y proyectos que tengan que tener unas limitaciones geográficas, desde luego, pero no podemos jugarnos el tipo en temas como el Medio Ambiente, la Cultura, la Educación, el Patrimonio… No podemos jugarnos el tipo creyéndonos propietarios del aire, de la lengua, de la cultura… No podemos limitar nuestro ancho mundo perpetuando estructuras taifales que desvertebren. Todavía estamos a tiempo, supongo. Aunque sólo la capacidad de liderazgo de quien tenga la representatividad política puede hacer que seamos conscientes de qué podemos hacer solos y qué debemos hacer acompañados.
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